La frustración de Negredo

martes, abril 14, 2015

Crear belleza es lo más fácil que jamás he visto. Un acto de voracidad como otro cualquiera. Es tan asequible como sentarte en el escritorio frente a una hoja en blanco, lápiz en mano y la goma de borrar cerca; tan sencillo como escribir cuatro palabras y borrarlas porque no te agradan; tan simple como rehacer por completo el párrafo porque no te gusta cómo ha quedado; tan elemental como rasgar la hoja emborronada y coger otra porque igual es su culpa que nada quede como deseas; tan fácil como quedarte sin lápiz tras intentos e intentos de nada. Así una y otra vez. 

Y es que la belleza no siempre surge de la iluminación divina; a veces hay que frustrarse lo suficiente como para que surja en ti la rabia que te dé la fuerza necesaria, la capacidad para apresar ese instante que lleva horas revoloteando sobre tu cabeza. Un instante escurridizo, chispa de dioses, que no puede ser apresado por los débiles. Un instante que sólo cae en las redes de la voracidad, las redes de quien no repara en nada más que en él. Marcar goles no deja de ser un acto de voracidad. Con la misma voracidad que algunos pretenden atrapar belleza, otros pretenden hacer al balón preso de las redes. Una y otra vez. Algunos con más acierto que otros, con más o menos estilo, con más o menos epicidad en el acto.
«Para un acto tan voraz, qué mejor que un curtido guerrero», debió pensar Rufete. Nos lo trajeron desde Inglaterra, cojeando y con un saco de 30 kilos a su espalda. La afición enloqueció. «¡Era lo que necesitábamos!», «Después de este fichaje, no habrá quien nos pare»; la bomba de ilusión había estallado incluso antes de ser siquiera activada. Y no se activó oficialmente hasta finales de octubre, en el partido ante el Elche (en casa). La ovación fue cerrada a su entrada, y poco después pudo estrenarse, pero por desgracia la cucharita salía más alta de lo debida. No había problema, todo estaba comenzando.


El problema estuvo en que, después de cinco partidos, el guerrero seguía persiguiendo sombras más rápidas que él. El camino comenzaba a ponerse cuesta arriba, y encima cojeando. Hasta que, en Los Cármenes, Negredo pudo marcar al fin. Parecía estallar la bomba, y además lo hizo en buen momento, pues tras un deslucido partido del resto del equipo, salvó los muebles (1 punto). Ya en enero y ante el Espanyol, un mes y cuatro partidos después de su primer gol, volvía a materializar, aunque esta vez de penalti. Dani Parejo, que había entrado diez minutos antes al terreno de juego, decidió dejarle la pena máxima. Quizás en un acto de camaradería, quizás en un acto de compasión; lo cierto es que lo marcó. Y diez días después volvía a mojar contra el Almería. Parecía que el gesto de Parejo había tenido resultado. En estos dos últimos partidos, los tantos del vallecano llegaron más allá del 80’ y supusieron la victoria en ambos casos. A veces la voracidad tiene recompensa.
Tras otro mes y cuatro partidos de sequía, volvía a materializar de penalti ante el Getafe. En esta ocasión, Parejo entró al terreno de juego en el momento en que Negredo iba a lanzar, así que no se puede considerar concesión del de Coslada a nuestro aguerrido delantero. Lo celebró con Españeta, fundiéndose en un emotivo abrazo. Pero desde ese día (15 de febrero), en que Negredo parecía querer quitarse las frustraciones a base de penaltis, hasta el pasado partido ante el Levante, el Tiburón no olió más sangre que la suya. Cabezazos y cabezazos en balde. Bajando balones de las nubes, sirviendo de pared para los más rápidos y de montaña inescalable para los defensas rivales. Pero de los goles no había noticia. Y eso se veía en sus gestos tras fallar alguna ocasión, en sus miradas perdidas, en su llanto silencioso sobre el campo.
No hay nada peor que ser consciente del propio fracaso; más aún si llevas una mochila de 30 kilos a la espalda. De nada sirve dar asistencias, ralentizar el juego en los momentos puntuales para que al equipo le dé tiempo a salir de la cueva en que se metió motu proprio, descolgar todos los balones para que los bajitos la jueguen o fijar a los defensas rivales con tus 86 kilos de peso — bueno, en realidad 116 —; no, no sirve de nada si te ficharon para marcar. Y eso un jugador que lleva tanto en las botas como él lo sabe. La frustración era un hecho.


Pero ya dije antes que a veces hace falta frustrarse mucho para poder apresar lo que uno persigue. Es necesario convertir la frustración en rabia para poder cazar lo anhelado. Negredo llegó hasta ese punto el lunes en Mestalla. Toda su rabia se plasmó en esa volea que acabó en la escuadra de Mariño. Después de perseguir el gol como quien busca la salida de un intrincado laberinto, lo encontró. Lo curioso del caso es que, a Negredo, la voracidad no le dio sólo un gol, sino también belleza; porque goles así de bonitos no se ven todos los días. Esperemos que la voracidad le dé también una tercera cosa: confianza. Sólo así sabremos realmente de lo que es capaz con el Valencia.
Dicen los que estaban allí que tras marcar se le escapó una lágrima, que la rabia acumulada no sólo se plasmó en el bonito gol, sino que también se le escapó por el lagrimal. Qué extraño, yo siempre he tenido entendido que los tiburones no lloraban. Y si se le escapó una lágrima, qué más dará: las lágrimas son agua salada, como el agua de mares y océanos, como el hábitat de los tiburones.

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