Un juego de mercenarios
martes, junio 23, 2015
Quizá perdí una visión realista
de este juego en el momento en que comencé a idealizar, en el momento en que
comencé a pensar que podía haber cosas que encajaran a la perfección en el
molde mental que todos tenemos en la cabeza de las mismas. Cuando uno idealiza,
la percepción se aleja de la realidad y sólo ve lo que quiere, obviando los
hechos, las palabras y las malditas letras con luces de neón que le indican
justo lo contrario. Si la evolución darwiniana todavía siguiera en marcha, todo
idealista ya hubiera desaparecido de la faz de la Tierra, pues el que se atreve
a cerrar los ojos ante este mundo, por breve que sea el lapso de tiempo que lo
haga, suele observar al abrirlos que lo poco que tenía acabó asolado. No, una
venda en los ojos no es la mejor solución para un mundo corrupto.
En el momento que oí a Otamendi
confirmar a un periodista de ESPN que lo que su agente decía era cierto, a mí,
al igual que a muchos valencianistas, se nos cayó un mito. Por mucho ruido que
hubiera hecho su agente, por muchas filtraciones de reuniones e intenciones que
hubieran, unos cuantos de aquí estábamos dispuestos a perdonarle todo al káiser
para que se quedara. Idealizado como lo teníamos, olvidábamos rápidamente todo
lo que pasara con tal de perpetuar en la defensa un jugador de su nivel y
jerarquía. Sin embargo, cuando salieron de su boca las palabras que confirmaban
la ruptura, despertamos de la enajenación: todos a reclamar en coro los 50
millones de su cláusula.
Muchas veces se nos olvida que
esto no deja de ser un juego de mercenarios. Pocos vamos a encontrar por aquí
que no se muevan por dinero — o, en su defecto, que no se muevan tanto por
dinero—. Con los agentes llenándoles la cabeza de lo que “es mejor para ellos”
y un mundo de lujos y exclusividad rodeándoles, es normal que no sea otra su
forma de actuar. Esto es lo más triste de todo, que aquí ya no es el
sentimiento, la ilusión de ser mejor o la ambición de ganarlo todo lo que
mueven a un jugador, sino agentes, fondos de inversión e increíbles aumentos de
salario; en definitiva, es el dinero lo que mueve a los jugadores y, en su
conjunto, al fútbol. Lamentable reflexión, pues no deja de ser reflejo de
aquello que somos más allá del fútbol.
No obstante, una vez comprendido
esto, no podemos dejar que la situación nos supere. Soy el primero que desearía
los más fieros castigos divinos para el argentino; soy el primero que tiene
ganas de decirle cuatro cosas a la cara a Otamendi por su actitud — no sin
antes tragar saliva tres o cuatro veces, claro está —. Pero creo que esta es
una oportunidad para demostrar si somos una buena afición o no. Los jugadores
van y vienen, cambian de colores como quien cambia de calcetines. Pero
nosotros, la afición, no cambiamos de colores; seguimos estoicos aguantando
golpe tras golpe apoyando lo que creemos nuestro. Y eso nunca cambiará, porque
aunque hoy se acabara el fútbol en todo el mundo, el murciélago y la afición
aún permanecerían. Por eso no podemos darle a ningún jugador más valor del que
realmente tiene en la historia casi centenaria de este club. Si el argentino se
va, el Valencia no dejará por ello de recorrer su camino en busca de la gloria,
ni la afición dejará de animar.

Pero recuerden, en el mundo no
hay elección que no se pague, para bien o para mal. Puede que el mundo del fútbol
tenga como eje el dinero, pero muchas de las antiguas reglas aún siguen
formando parte de su funcionamiento. Aunque Nico se vaya de aquí por dinero,
muchas veces la comodidad en el trabajo diario, el apoyo y el cariño de la
afición o el rendimiento no se compran con dinero. Quizás Otamendi esté tomando
la peor decisión de su carrera sin saberlo, porque puede que en tierras
anglosajonas no rinda ni a la mitad de lo que aquí rindió, puede que allí no se
encuentre igual de cómodo, igual de a gusto o igual de apoyado de lo que aquí
estuvo. Y eso es mayor castigo que cientos de insultos diarios por las redes
sociales; el castigo del error, la pesadez de haber tomado una mala
determinación.
No, nosotros no debemos cerrar
los ojos ante hechos como este; debemos aprender de ellos. Pero para poder
poner en práctica lo aprendido primero hay que superar el mal trago. Dejar
marchar a Otamendi e invertir bien su dinero es capital para nuestro futuro,
como también lo es comprender que no hay nadie más importante que el propio
equipo, por muy buen jugador que sea. Espero que Otamendi no tenga que aprender
esta lección por esa vía. Aunque si por un casual no volviera a rendir a su
nivel, seguro que la recordará, pues por mucho que sea un mercenario, también
tiene una conciencia en la que recordar para siempre su fatal decisión.
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