Ojos que no ven

miércoles, marzo 11, 2015

No te creo. Hoy me he levantado revoltoso y te digo a los ojos que eres mentira, que sólo un loco te puede llegar a creer con la vehemencia que te cree un cuerdo. Que tú, maravilla de ojos preciosos, no eres más que una caja sin sorpresa. Hoy no te quiero para mí, ni siquiera para otros, pues me he dado cuenta que no eres de verdad. Ay, ciencia del saber popular, mientras escribo estas palabras muere una parte de ti, un rumor que trajo el viento hasta nosotros para después hacerlo volar más allá de nuestras vistas. Y es que este fin de semana he redescubierto una cosa increíble: aunque los ojos no vean, el corazón sí siente.
En eso que andaba yo circulando de un sitio a otro, me perdía todo un acontecimiento: el Atlético – Valencia. Un acontecimiento para aquellos apasionados del fútbol y del Valencia (o el Atlético), claro está. Así es, no pude disfrutar en vivo del partido que nos podía catapultar de nuevo a batallas galácticas tras años de vivir en la inopia de quien se sabe vencido. Ningún drama señores, todo controlado. Mientras algunos — unos cuantos — se ponían nerviosos con sólo pensar qué les podía deparar el partido que estaba a punto de comenzar, yo cargaba maletas de un sitio a otro, con la tranquilidad de quien no ve. Que no lo pudiera ver no quita que no lo siguiera, pues estuve toda la noche atento al móvil, a ver si sonaba la notificación que nos ponía en liza otra vez.

Quizá la noche no sació el hambre de todos; quizá todos esperábamos el tren correcto en el andén equivocado. Pero lo que es cierto es que la carnicería que preparó el Atlético tuvo que, resignada, esperar a ser llevada a cabo otro día. Nos salvamos entre los indios — y esto lo digo tras haber visto el partido en diferido (y en frío) —. Esto se sufre en vivo, se sufre mirando a la pantalla y viendo como ese balón da en el larguero o como ese otro es repelido por la defensa en el último instante; pero lo que reaprendí este fin de semana es que también se puede sufrir sin ver. Se puede estar al borde del infarto sin estar viendo ese larguero oscilar sobre sí mismo tras el balonazo o sin ver ese defensa por los suelos. Y os lo aseguro, porque mi corazón sufría — algunos dirían que de manera innecesaria — cada vez que lo que me comunicaba el móvil era silencio.
No había gol tranquilizador y todo eran amarillas para el Valencia. No saber si tu equipo está bien plantado sobre el verde y peleando a cara de perro o si por el contrario era presa de la situación hacía que la sensación de agobio aumentara por momentos. Solamente me figuraba en el marcador un gol de Koke y una carretilla de amarillas para el combinado del Turia, pero no había noticia de los ches. A medida que pasaban los minutos y el Valencia seguía sin apuntar al arco, las casas de apuestas se reían de nosotros subiendo el valor por euro apostado de la machada valencianí. Y conforme este numerito crecía, más cerca del infarto estaba mi pobre corazón. «¿Para qué sufres?», estará pensando quizás algún lector en este momento. Y yo que sé, no elegí esto; pero ya que me ha tocado, al menos que sea bonito. Y dado que es la pasión lo que embellece las gestas de los locos, a ello.




Y es que la imaginación puede ser tan o más retorcida que la vista, porque el corazón no sufre por lo que ves, sino por lo que te imaginas. La mayoría de las veces es sufrimiento innecesario, pues ya lo dicen los orientales: «Si algo no tiene solución, ¿por qué te preocupas? Si tiene solución, ¿por qué te preocupas?». Algo así debería haber pensado en aquél momento, pero la imaginación me hizo presa suya y jugueteó conmigo. Aunque algo mareado por haber sido zarandeado durante 78’, la realidad me cogió de la mano y me llevó a casa. El gol tranquilizador llegó y las casas de apuestas volvieron a hacer variar sus numeritos.
Una vez acabado el partido, mi corazón por fin pudo dejar de contraerse aceleradamente. Por un instante me dio las gracias, pues le tengo muy mal cuidado y no está para grandes trotes. Al apagarse las luces que se suelen encender en los grandes acontecimientos pude ver que, no sufre quién ve, sino sufre quien imagina, quien siente lo que razona y lo que no, quien no conoce la división entre cerebro y corazón, quién está, en el fondo, un poco loco. Y yo, la noche del domingo, celebré como tantos otros locos el momento en que la realidad me cogió de la mano y me devolvió a la Tierra, hasta la próxima vez que me toque imaginar lo que no puedo ver.

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