No te creo. Hoy me he
levantado revoltoso y te digo a los ojos que eres mentira, que sólo un loco te
puede llegar a creer con la vehemencia que te cree un cuerdo. Que tú, maravilla
de ojos preciosos, no eres más que una caja sin sorpresa. Hoy no te quiero para
mí, ni siquiera para otros, pues me he dado cuenta que no eres de verdad. Ay,
ciencia del saber popular, mientras escribo estas palabras muere una parte de
ti, un rumor que trajo el viento hasta nosotros para después hacerlo volar más
allá de nuestras vistas. Y es que este fin de semana he redescubierto una cosa
increíble: aunque los ojos no vean, el corazón sí siente.
En eso que andaba yo
circulando de un sitio a otro, me perdía todo un acontecimiento: el Atlético –
Valencia. Un acontecimiento para aquellos apasionados del fútbol y del Valencia
(o el Atlético), claro está. Así es, no pude disfrutar en vivo del partido que
nos podía catapultar de nuevo a batallas galácticas tras años de vivir en la
inopia de quien se sabe vencido. Ningún drama señores, todo controlado.
Mientras algunos — unos cuantos — se ponían nerviosos con sólo pensar qué les
podía deparar el partido que estaba a punto de comenzar, yo cargaba maletas de
un sitio a otro, con la tranquilidad de quien no ve. Que no lo pudiera ver no
quita que no lo siguiera, pues estuve toda la noche atento al móvil, a ver si
sonaba la notificación que nos ponía en liza otra vez.
Quizá la noche no sació
el hambre de todos; quizá todos esperábamos el tren correcto en el andén
equivocado. Pero lo que es cierto es que la carnicería que preparó el Atlético
tuvo que, resignada, esperar a ser llevada a cabo otro día. Nos salvamos entre
los indios — y esto lo digo tras haber visto el partido en diferido (y en frío)
—. Esto se sufre en vivo, se sufre mirando a la pantalla y viendo como ese
balón da en el larguero o como ese otro es repelido por la defensa en el último
instante; pero lo que reaprendí este fin de semana es que también se puede
sufrir sin ver. Se puede estar al borde del infarto sin estar viendo ese
larguero oscilar sobre sí mismo tras el balonazo o sin ver ese defensa por los
suelos. Y os lo aseguro, porque mi corazón sufría — algunos dirían que de
manera innecesaria — cada vez que lo que me comunicaba el móvil era silencio.
No había gol
tranquilizador y todo eran amarillas para el Valencia. No saber si tu equipo
está bien plantado sobre el verde y peleando a cara de perro o si por el
contrario era presa de la situación hacía que la sensación de agobio aumentara
por momentos. Solamente me figuraba en el marcador un gol de Koke y una
carretilla de amarillas para el combinado del Turia, pero no había noticia de
los ches. A medida que pasaban los minutos y el Valencia seguía sin apuntar al
arco, las casas de apuestas se reían de nosotros subiendo el valor por euro
apostado de la machada valencianí. Y conforme este numerito crecía, más cerca
del infarto estaba mi pobre corazón. «¿Para qué sufres?», estará pensando
quizás algún lector en este momento. Y yo que sé, no elegí esto; pero ya que me
ha tocado, al menos que sea bonito. Y dado que es la pasión lo que embellece
las gestas de los locos, a ello.
Y es que la imaginación
puede ser tan o más retorcida que la vista, porque el corazón no sufre por lo
que ves, sino por lo que te imaginas. La mayoría de las veces es sufrimiento
innecesario, pues ya lo dicen los orientales: «Si algo no tiene solución, ¿por
qué te preocupas? Si tiene solución, ¿por qué te preocupas?». Algo así debería
haber pensado en aquél momento, pero la imaginación me hizo presa suya y
jugueteó conmigo. Aunque algo mareado por haber sido zarandeado durante 78’, la
realidad me cogió de la mano y me llevó a casa. El gol tranquilizador llegó y
las casas de apuestas volvieron a hacer variar sus numeritos.
Una vez acabado el
partido, mi corazón por fin pudo dejar de contraerse aceleradamente. Por un
instante me dio las gracias, pues le tengo muy mal cuidado y no está para
grandes trotes. Al apagarse las luces que se suelen encender en los grandes
acontecimientos pude ver que, no sufre quién ve, sino sufre quien imagina,
quien siente lo que razona y lo que no, quien no conoce la división entre
cerebro y corazón, quién está, en el fondo, un poco loco. Y yo, la noche del
domingo, celebré como tantos otros locos el momento en que la realidad me cogió
de la mano y me devolvió a la Tierra, hasta la próxima vez que me toque
imaginar lo que no puedo ver.