Voy a seros sincero. Llevó varias días intentando ordenar toda esa amalgama de recuerdos de aquella noche mágica en Mestalla para poderos escribir una de esas historias llenas de épica que toque esa fibra que todos llevamos dentro y que nos identifica como valencianistas, pero de los de corazón, de los que lo sienten. Pues me ha sido imposible. Me hubiera gustado contaros que el tiempo se ralentizó mientras el balón de Paco Alcácer besaba las redes de nuestro templo, que pude anotar mentalmente las lágrimas que brotaban del cincuentón que tenía detrás de mi, o abrazar al chiquillo que saltaba descontrolado cuando Bernat puso el broche de oro. No, no os puedo contar esa historia épica, porque esta vez la realidad que todos vivimos supera cualquier conato de épica que pueda narraros hoy aquí.
Lo que si os puedo decir, es que recuerdo como una marea humana -entre la que me incluyo- gritaba como posesos abrazándose los unos con los otros, con propios y desconocidos, que el cincuentón que tenía atrás se paso los primeros treinta minutos del choque tratando de convencer a su desafortunado compañero de que Fede no tenía nivel para el Valencia, de que Joao era un manta y de que el equipo no entrenaba desde los tiempo de Emery. Aún tengo que dar las gracias a Paquito por el hat-trick y por meter el primer gol que calló la boca de susodicho cenizo. Y del chiquillo, sólo recuerdo que se encontraba unas tres filas por delante de mi, y que portaba la camiseta de la Senyera con el nombre de "Joan" a la espalda. El pequeñajo rondaría los nueve o diez años y si no recuerdo verlo saltar en los goles, es porque la marea humana a la que me refería antes me tapaba completamente la visión. Pero después de la fiesta y bajando las escaleras del esqueleto de hormigón más feliz de España, allí estaba Joan bufanda en mano cantando eso de "Vaaaalencia Club de Fútbol". Os aseguro que este no se nos hace de Madrid o Barça.
Pero si os cuento esto es porque esa imagen me ha estado persiguiendo estas dos semanas, y me ha dado por pensar que a sus diez añitos, lo mejor que ha visto de este Valencia es una Copa del Rey que el equipo no celebró, y unas cuentas campañas consecutivas quedando terceros. Él no ha tenido la suerte de ver a Mista y a Vicente enmudeciendo Europa, a Baraja explotar Mestalla encañonando periquitos, a Cañizares llorando desconsolado después de perder su segunda final consecutiva en Champions League o a Ayala alzándose sobre el cielo de Málaga para regalarnos una Liga. Esos momentos que nos calaron tan hondo que ahora no nos dejan ver a nuestro Valencia CF sin disfrutar, sin cabrearnos, sin saltar de alegría, sin pegar puñetazos de rabia cuando las cosas no salen bien. Probablemente, la remontada ante el Basilea será el primer recuerdo que germinará en el peque para que el azul, el rojo y el amarillo dejen de ser colores para convertirse en sentimiento.
Por Sevilla pasa la oportunidad de que ese sentimiento encandile a toda una generación de chiquillos como Joan. De que el valencianismo siga vivo. Más aún. Y si, el Sevilla de Emery viene imparable, después de vapulear al Oporto y a cualquier equipo que pise el Pizjuán, un campo en el que además siempre nos expulsan a algún jugador, que jugamos con Javi Fuego de central, con un supuesto cansancio acumulado enorme y que lo normal es que perdamos. ¿Lo normal? Lo normal es que hubiéramos caído eliminados hace dos semanas. Lo normal dista mucho de la realidad. Y la realidad es que llevamos más de dos mil almas al Pizjuán para terminar cantando que esta vez, Valencia, es la que tiene un color especial.
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